Antes hemos dicho que, bajo la concepción del positivismo biológico, el criminal era considerado en términos absolutos como un ser anormal, una desviación con base biológica que representaba una regresión a estados primitivos del ser humano y que podía catalogarse como una patología. Esta concepción responde a la reproducción de un fuerte paradigma cuyos efectos aún hoy siguen teniendo vigencia en ciertos campos de nuestra cultura occidental contemporánea. Los componentes de este paradigma se articulaban en la secuencia bio-psico-social; en donde el primer componente era el más importante, y el último -lo social- muy pocas veces se tenía en cuenta.
Pero ocurre que, con el correr del tiempo, el surgimiento de nuevas concepciones teóricas y la relación de distintas disciplinas entre sí, se comenzó a prefigurar -sobre todo en la temática del delito- una concepción de carácter relativista basada ya más en lo social que en lo biológico.
Tanto la antropología como la criminología, se han desarrollado a partir del estudio de los “otros”. En el primero de los casos, el “otro” cultural; en el segundo, el “otro” como individuos o grupos de “desviados”. En lo que respecta a la última, esta concepción de carácter sociocéntrica, se fue paulatinamente diluyendo (aunque no de forma total) en favor de una consideración del delito como fenómeno social normal.
En contra de todas aquellas posiciones que toman al delincuente como un desviado que de alguna manera manifiesta cierto tipo de patología, se hace imprescindible partir de una cita de Emile Durkheim (esto no implica que se esté completamente de acuerdo con los supuestos -algunos explícitos y otros implícitos- presentes en la misma, aunque sí con la idea de generalidad y relatividad respecto del fenómeno del delito en cuanto situación social):
“El delito no se observa solamente en la mayoría de las sociedades de tal o cual especie, sino en las sociedades de todos los tipos. No hay una en la que no haya criminalidad. Ésta cambia de forma, los actos así calificados no son en todas partes los mismos; pero en todos los sitios y siempre ha habido hombres que se conducían de forma que atraían sobre ellos la represión penal. Si al menos, a medida que las sociedades pasan de los tipos inferiores a los más elevados, el índice de criminalidad, es decir, la relación entre la cifra anual de los delitos y la de la población, tendiese a bajar, se podría creer que, aún siendo todavía un fenómeno normal, el delito tendía, sin embargo, a perder su carácter. Pero no tenemos ningún motivo que nos permita creer en la realidad de esta regresión. Antes bien, muchos hechos parecen demostrar la existencia de un movimiento en sentido inverso. [...] Por tanto, no hay fenómeno que presente de manera más irrecusable todos los síntomas de normalidad, puesto que aparece estrechamente ligado a las condiciones de toda vida colectiva. Hacer del delito una enfermedad social sería admitir que la enfermedad no es una cosa accidental, sino, por el contrario, una cosa derivada en ciertos casos de la constitución fundamental del ser vivo...” (DURKHEIM, E).
Profundizando un poco más en los criterios de la cita precedente, podemos decir que cuando una serie de personas se reúnen formando un grupo, siempre existen entre ellas un conjunto de acuerdos explícitos o implícitos en lo referente a la forma de desenvolvimiento del mismo. Estos acuerdos están vinculados a lo que es deseable hacer y esperar de los demás y a lo que no lo es. En este tipo de situación no es importante la extensión de dicho grupo -el cual puede estar constituido por dos o más personas- sino el cumplimiento de los deberes asumidos (aunque sea de manera implícita) para con los demás miembros del mismo en base al código estipulado.
El incumplimiento de este código es considerado una transgresión. La transgresión es un fenómeno generalizado en cualquier sociedad. Para que exista transgresión, debe existir también un consenso dentro del grupo que estipule cuáles conductas son deseables y cuáles no lo son.
Es así que, en cada escenario social se forma una concepción generalizada respecto de lo que significa la acción de transgredir ciertas normas, ciertas pautas. La acción de delinquir está vinculada básicamente al acto de transgresión.
En el marco de la idea del delito como producto social, podemos citar a Montagu, quien explicita que: “Los crímenes y los criminales son producto de la sociedad, y a la vez, instrumentos y víctimas de la misma sociedad. La sociedad criminal y delincuente culpa de sus crímenes y delitos a los criminales y a los delincuentes y luego los castiga por los daños que, en la mayoría de los casos, la misma sociedad los indujo a cometer. Un crimen es lo que la sociedad escoge definir como tal. Algo que puede ser considerado como un crimen en una sociedad puede no serlo en otra. Pero sea lo que sea lo que una sociedad pueda o no considerar como un crimen, todas las sociedades definen al crimen como un acto cometido en violación de una ley prohibitiva o un acto omitido en violación de una ley prescriptiva. De aquí que la sociedad sea la que define al criminal y no el criminal quien se define a sí mismo. Y sugiero aquí que casi invariablemente la sociedad es la que hace al criminal porque los criminales, en realidad, se vuelven tales, no nacen así”.
Todo esto significa una ruptura con el paradigma bio-psico-social y una reformulación de la idea de delito desde una óptica relativista. Además, remarca la concepción que, si bien el delito puede ser una conducta no deseable en el seno de alguna sociedad, es un hecho perfectamente normal en la vida de cualquier grupo.
Según este mismo autor, es dable considerar al delito consuetudinario como una forma de buscar seguridad por parte del delincuente. Aclara Montagu que la idea de búsqueda de seguridad no debe entenderse en términos simplistas, sino que debe contemplarse como una “hipótesis de trabajo que puede ser de utilidad práctica para el entendimiento de algunas de las condiciones y motivaciones que guían al crimen”.
En otras palabras, podríamos decir que en algunos casos, el delito debe ser entendido como una estrategia de supervivencia; la cual se desenvuelve porque la sociedad no provee las condiciones necesarias para la seguridad de los individuos.
Es importante recalcar que, en nuestra sociedad occidental se han desarrollado una serie de dispositivos -con base en el derecho- que procuran un tratamiento de la persona considerada delincuente que lleva a su “resocialización”. En este término existen implícitos aquellos presupuestos vinculados a la posición positivista sobre la desviación patológica de la conducta y la necesidad de su normalización.
En nuestra sociedad, el hecho de haber sido delincuente o haber estado preso, es condición suficiente para ser marginado y estigmatizado, sin posibilidad de redención, a pesar de que haya todo un discurso que estipula lo contrario.
Si, por el contrario, tomamos en consideración la forma que en otras culturas tratan el tema del delito y el delincuente, es posible que aprendamos algo sobre ciertas alternativas respecto del tratamiento y la redención del sujeto criminal que pueden servir de base para la reconsideración de nuestras prácticas punitivas.
Según Malinowski, quien trabajó en uno de sus libros el tema del delito entre los indígenas de las Islas Trobriand, existen entre éstos, una serie de mecanismos que permiten, además de restablecer el orden social, la redención plena -y no de palabra como ocurre en nuestra cultura- del sujeto que se sospecha ha transgredido la ley de la comunidad. Uno de estos mecanismos es la hechicería, el otro el suicidio. Respecto del último, si bien es un dispositivo extremo de redención, es muy eficaz en el sentido que permite conservar el buen nombre de la familia del sujeto que se cree ha delinquido. La muerte voluntaria del individuo, producida en un acto ritual público, es considerada como una demostración de inocencia del sujeto.
En cuanto a la hechicería, sabemos de la importancia que ésta tiene para las comunidades tribales. Si una persona comete una transgresión a la ley y se demuestra que ha actuado bajo la influencia de un embrujo mágico, este sólo hecho es suficiente para garantizar su inocencia y la no estigmatización del individuo por parte de la comunidad.
Con este sucinto ejemplo, queremos dejar en claro que, en otras comunidades no complejas, el fenómeno del delito posee una mayor contención comunitaria, y no ocurre como en nuestra cultura que, a pesar que se juzga y se penaliza al delincuente, una vez cumplida su pena, éste sigue siendo considerado un criminal, tratándoselo de acuerdo a su rótulo permanente de “delincuente”.
Antropología Forense
La antropología forense es una ciencia todavía joven en nuestro país, aunque se está extendiendo cada vez más por todo el mundo por su enorme utilidad a la Justicia a la hora de resolver muchos casos criminales en los que los investigadores no encuentran una solución evidente.
Esta ciencia tiene como finalidad el estudio de los restos óseos esqueléticos, con objeto de llegar a la identificación personal y averiguar la causa de la muerte, la data de la muerte, la edad, sexo, raza, estatura, posibles marcas profesionales, antiguas lesiones óseas, así como el estudio de la cavidad bucal (verdadera caja negra del cuerpo humano, según el doctor J. M. Reverte Coma) y todo cuanto sea posible para proporcionar información a los investigadores policiales para que puedan llegar a la identificación de una víctima.
La labor del antropólogo forense comienza cuando la Policía se encuentra ante un cadáver que no puede identificar, por ejemplo si éste está en avanzado estado de putrefacción, esqueletizado o incluso cuerpos a los que los criminales han hecho desaparecer las huellas dactilares y hasta partes del cuerpo (cabeza, extremidades) que son elementos fundamentales para la identificación policial, y aquellos casos en los que el forense de campo, generalmente con pocos medios para hacer la autopsia, no es capaz de ver los pequeños detalles.
El Antropólogo ve los huesos que estudia como un papel de calco en el que han quedado registrados cuantos acontecimientos han tenido lugar a lo largo de la vida de un individuo, y especialmente los traumatismos que han llevado a la muerte de la víctima.
A sus laboratorios son enviados constantemente restos cadavéricos que pueden llegar en muy diversos estados de descomposición, de momificación adipocira, de putrefacción o simplemente ya esqueletizados. Es precisamente en estos casos, en que la autopsia propiamente forense poco o nada puede deducir de las partes blandas y en los que la policía no ha encontrado huellas dactilares u objetos que permitan la identificación, cuando empieza el trabajo del antropólogo forense.
Lo primero que se hace en estos laboratorios es esqueletizar los restos, así en cuarenta y ocho horas, al disponer de unos restos esqueléticos limpios, desodorados y esterilizados, se puede comenzar el estudio minucioso de cada centímetro de los restos.
En ocasiones los restos son hallados momificados. En estos casos se pueden obtener muchas veces las huellas dactilares por medio de la revitalización de los tejidos, de las partes blandas y bien por impresión directa o por medio de fotografía con iluminación especial, se podrán obtener huellas aceptables que permitan la identificación de la víctima.
El cráneo es una parte indispensable para llegar a deducir como era el rostro del sujeto. Esto se logra con diversos métodos. Los laboratorios de Antropología Forense disponen de un moderno equipo electrónico, una computadora-analizador de formas con circuito cerrado de televisión que permite obtener la silueta de frente y de perfil del cráneo que se muestra al ordenador, añadiéndole las partes blandas probables que tuvo el individuo. En otros casos y siguiendo otros métodos se recurre a la reconstrucción de las partes blandas por medio de plastilina o arcilla aplicadas sobre la cara conservando los espesores medios según unas tablas milimétricas. En todo caso estas técnicas permiten obtener una imagen tridimensional de cómo debió ser la cara o rostro del sujeto.
Otras veces, sobre todo cuando el cráneo presenta rasgos muy característicos, con la ayuda de un buen artista-dibujante del Laboratorio de Criminalística de la Guardia Civil se ha plasmado gráficamente el probable rostro de la víctima. Esta técnica se basa en observaciones anatómicas muy precisas y otros rasgos subjetivos.
La ayuda de técnicas como la fotografía y la radiografía es fundamental para estos estudios, así como las técnicas histológicas y microscópicas.
La radiografía, aplicada por ejemplo al estudio de los senos frontales del cráneo, es muchas veces definitiva para llegar a una identificación (no hay dos individuos que tengan iguales los senos frontales). Otras veces, la radiografía de la cavidad bucal permite llegar a la resolución de casos que parecían imposibles de resolver.
Por otra parte, como el criminal casi siempre deja su sello personal, su tarjeta de visita sobre la víctima o dentro de ella y en las cercanías del lugar donde la depositó, la inspección ocular es tan importante para el investigador policial como para el antropólogo forense, y lo ideal es que se inspeccione el lugar del hallazgo. Así, el antropólogo forense con experiencia en arqueología tiene más oportunidades de sacar partido al caso si estudia in situ el material sobre el que ha de informar aunque sean después indispensables una serie de pruebas que sólo se pueden realizar en el laboratorio.
Lamentablemente no siempre es posible que el propio antropólogo pueda personarse en el lugar del hallazgo de los restos óseos, que sería realmente lo ideal. En la mayoría de los casos los restos son hallados en alguna playa, en un bosque, en una cueva, bajo el piso de una vivienda o flotando en el mar. La policía o la Guardia Civil son avisados, así como las autoridades judiciales. El levantamiento de los restos se lleva a cabo y el juez con el médico forense deciden el envío al laboratorio de antropología forense.
En estos casos es preciso señalar que la fotografía del hallazgo de los restos in situ tendrá un valor documental de primera magnitud. Estas fotografías no sólo son de gran interés para el sumario, sino que también tienen gran importancia para el antropólogo que más tarde hará el estudio de estos restos óseos.
La recogida de los restos por parte de los investigadores ha de ser completa, por pequeños que sean estos restos. Si son enviados todos los fragmentos para su posterior estudio, en alguno de ellos puede hallarse quizás las huellas del cuchillo causante de la muerte o el roce de la bala o el proyectil responsable de la misma o la fractura que sufrió en vida el sujeto cicatrizando posteriormente y que puede ser reveladora para la identificación del cuerpo. También es posible que no se encuentre nada, pero ante la posibilidad de hallar algún detalle que contribuya al esclarecimiento del caso, a la identificación de la víctima, es preferible que se disponga de todo el material esqueletizado y no sólo parte de él.
Por ejemplo, los descuartizamientos dejan huellas del instrumento utilizado en las articulaciones o en las extremidades de los huesos desarticulados por cuyas huellas se puede deducir la habilidad o inexperiencia del homicida, su posible práctica como médico-cirujano o simplemente como carnicero o su desconocimiento total de la Anatomía, lo que aporta una pista importante al investigador sobre la identidad del criminal.
También el color de los huesos nos indica a veces si el cadáver estuvo enterrado o bien se esqueletizó a la intemperie, que es un dato igualmente importante.
Además de los propios restos óseos, para el antropólogo tienen gran valor por ejemplo, el número y variedad de larvas o pupas de los insectos de la fauna cadavérica, así como los residuos de polvo y micro partículas contenidas en las ropas del cadáver o las uñas de éste.
El estudio de la fauna cadavérica permite llegar a averiguar la data de la muerte a veces con bastante aproximación, la época del año en que tuvo lugar, los lugares dónde estuvo la víctima o algunos de sus hábitos, todo lo que es parte de la solución final.
El estudio de la fauna cadavérica permite llegar a averiguar la data de la muerte a veces con bastante aproximación, la época del año en que tuvo lugar, los lugares dónde estuvo la víctima o algunos de sus hábitos, todo lo que es parte de la solución final.
De la misma forma que otros peritos como el biólogo interesan las manchas de sangre y al investigador las huellas sobre el terreno, las manchas o presencia de esperma, al toxicólogo las substancias tóxicas, etc., para los antropólogos la presencia de un simple cabello adherido al cráneo puede ser fundamental para determinar edad, sexo, raza, prácticas de tintes o tratamientos de pelo, etc.
Además de la intervención en casos policiales, sin duda una de las funciones más importantes de esta ciencia, otros aspectos de la antropología forense son los estudios y peritaciones realizadas en exhumaciones de personajes famosos de la Historia, las identificaciones en grandes catástrofes aéreas, ferroviarias, incendios, terremotos, etc.
Y como menciona el doctor José Manuel Reverte Coma en su libro, "El antropólogo forense no es solamente un perito especializado en una difícil rama del conocimiento médico-legal, sino según nuestro criterio, es algo así como un Sherlock Holmes que tiene como especialidad el hacer hablar a los huesos, un verdadero colaborador de la Justicia, formando parte integrante de ella. Es por eso que en muchos casos, a medida que nuestras técnicas van siendo conocidas, apreciadas y respetadas por la administración de Justicia, nos desplazamos al lugar de los hechos, realizamos nuestra propia inspección ocular, discutimos los casos con los investigadores, obtenemos un juego de fotografías del "hallazgo del cadáver", y cambiamos impresiones con los colegas médicos forenses. Lo importante es que se llegue a la verdad de los hechos, dejando a un lado las competencias, las suspicacias, los protagonismos. Nosotros nos consideramos servidores de la Justicia y de quienes investigan el caso y nos gusta que se nos utilice al máximo de nuestras posibilidades".
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